El sol entraba en el salón amarillo y en el gabinete de la Marquesa por los
anchos balcones abiertos de par en par; estaba convidado también, así
como el vientecillo indiscreto que movía los flecos de los guardamalletas
de raso, los cristales prismáticos de las arañas, y las hojas de los libros y
periódicos esparcidos por el centro de la sala y las consolas. Si entraban
raudales de luz y aire fresco, salían corrientes de alegría, carcajadas que
iban a perder sus resonancias por las calles solitarias de la Encimada, rui-
do de faldas, de enaguas almidonadas, de manteos crujientes, de sillas
traídas y llevadas, de abanicos que aletean...
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